Siendo muy joven entré en una congregación, para la que (como para todas) había un sacerdote psiquiatra, que nos hacía los estudios previos a la entrada en la congregación.
Dijo que necesitaba terapia y la aprovechó para ir adquiriendo autoridad y poder sobre mí.
Por dificultades con la maestra de novicias me prorrogaron el noviciado y al final él me dijo que me saliera de la congregación y yo salí.
Ya se había adueñado de mí voluntad, me había hecho creer que mi madre había sido mala conmigo, me había separado (de alguna manera) de mi grupo de amigos y había hecho que sintiera que mi vida dependía completamente de él, porque a mí me habían enseñado que la Palabra de Dios se muestra a través de las mediaciones, y él se había convertido en “todo”; así que no le resultó complicado abusar sexualmente de mí, engañarme, para que yo me creyera que me quería y que él era la única persona que me quería en el mundo; ¡me había alejado de me querían de verdad!
Finalmente controlaba toda decisión en mi vida y me hizo entrar en otra congregación; yo ya era un pelele en sus manos y, tras su muerte, continuaba necesitando que alguien tomara decisiones por mí. ¡Todas las decisiones! Así me convertí en un pelele que buscaba cariño haciendo todo lo que le pedían y dejándose tratar mal, pensando que todo el dolor, que todo el sufrimiento era la voluntad de Dios.